Por Carolina Fernández Blanco
9 de marzo de 2023
La legislación simbólica recibe una gran atención en ámbitos políticos, académicos y periodísticos. Escuchamos a activistas quejarse de que tal o cual ley es “meramente simbólica”, a políticos acusar a otros políticos de que promueven o defienden una legislación que es solo simbólica, el periodismo en muchas ocasiones también se refiere a este fenómeno, e incluso Wikipedia en su versión en inglés le dedica una entrada. La apelación a la legislación simbólica se realiza con diferentes propósitos, pero cuando se habla de “legislación simbólica” hay un aire de familia entre todas las versiones propuestas que, en primer lugar, intentaré identificar y en segundo lugar traducir a términos jurídicos pero comprensibles, para explicar por qué en los casos de la legislación eminentemente simbólica hay un problema de razonabilidad legislativa.
Las intuiciones sobre la legislación simbólica (el aire de familia que mencioné antes) nos permiten conectar este fenómeno con la idea de incumplimiento de la norma o de su ausencia de aplicación y/o con el hecho de no alcanzar los objetivos para los que ha sido sancionada. Sin embargo, esta legislación, a pesar de no ser cumplida o no alcanzar sus objetivos, tiene un efecto diferente, tiene un valor simbólico o expresivo relevante para un grupo de la sociedad o para toda ella.
Una aclaración parece ser necesaria antes de seguir adelante: referir a leyes simbólicas es referir a una cuestión de grados. Las leyes difícilmente son “simbólicas” únicamente o “no-simbólicas”. Esta distinción se omite generalmente y entiendo que ello no contribuye a la clarificación del fenómeno pues todas las leyes o normas tienen una dimensión o efecto simbólico –que será más o menos importante según el caso–. Cuando la prensa, los políticos o los activistas se refieren a leyes simbólicas y cuestionan su calidad y transparencia están haciendo referencia a lo que aquí llamaré legislación primordial o eminentemente simbólica y esta es la legislación problemática.
Quienes proponen enfoques de teoría legislativa suelen compartir una visión instrumentalista del derecho (aunque hay excepciones) en el que este se concibe como una serie de normas y reglas que el parlamento sanciona para conseguir objetivos específicos de política pública (ver Van Klink, 2019: 173 y Xanthaki 2019). Esto, que se comparte como punto de partida, es importante tanto para identificar a la legislación simbólica como para señalar cuáles son sus carencias o dificultades para insertarse en un esquema de razonabilidad legislativa.
Podemos ahora “traducir” a términos jurídico-legislativos las intuiciones compartidas acerca de la legislación eminentemente simbólica: a) que una ley no se cumpla, significa que no es eficaz, es decir que, por diversas razones, no logra motivar las conductas de las personas para ser cumplida; b) que una ley no se aplique, también, según los teóricos del derecho, representaría un problema en la eficacia (en una segunda cara: si la ley no se cumple pero se aplica, de algún modo se recupera esa eficacia inicial inexistente o baja); c) que una ley no cumpla sus objetivos significa, en términos jurídicos, que no es efectiva. Si pensamos en la visión instrumentalista antes mencionada si las leyes no se cumplen y no se aplican generalmente no se conseguirá con ellas el objetivo de política pública que el parlamento buscó con su sanción y solo tendrá un “valor simbólico”, que a juicio de quienes entendemos el derecho desde esa perspectiva instrumentalista es insuficiente.
Pero…¿cómo se genera una legislación primordialmente simbólica? Muchos autores conectan a la legislación eminentemente simbólica con una actividad deliberada de los legisladores que emiten leyes que serán aplaudidas por la población o generarán una sensación de que el problema se soluciona cuando en realidad los mecanismos para llegar a esa solución no estarán presentes. Se trataría de una legislación pour la galerie o, como se dice por ahí, “para la tribuna”. Es cierto que en ocasiones encontramos este tipo de legislación como, por ejemplo, cuando se aumentan las penas para determinado delito que preocupa a la población, pero no se modifica nada respecto de los mecanismos de detección o prevención de esos delitos o no se soluciona un problema de corrupción subyacente que permite que estos delitos se realicen con menor riesgo de ser detectados o enjuiciados. Sin embargo, también hay otro grupo de legislación eminentemente simbólica, que no ha sido deliberadamente creada por los legisladores, sino que, con el tiempo, ha perdido eficacia y efectividad y su valor actual es únicamente simbólico. Por ejemplo, la norma que penaliza la tenencia de drogas para consumo personal, pudo tener en su origen, de acuerdo con una interpretación mayoritaria de aquel momento, una razón vinculada con “contribuir efectivamente a la lucha internacional contra la droga”, que luego cuando el enemigo internacional dejó de ser el tráfico de drogas, pudo haber virado a “erradicar el tráfico de drogas a nivel nacional impidiendo que se realice el último eslabón de la cadena”, y que pudo coexistir en todo momento con la razón de “promover la salud de las personas impidiendo el consumo de drogas”. Hoy, la mayoría de los estudios especializados arriban a la conclusión de que ninguna de estas razones se ha realizado con esta norma y por ello, encuentran que esta prohibición no es efectiva y esta ausencia de efectividad se origina en la ausencia de eficacia. Pero, a pesar de las evidencias de este fracaso, grupos todavía muy numerosos se oponen a la despenalización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal en muchas partes del mundo. Lo que subsiste es primordialmente el valor simbólico de esas normas, el sentido secundario, que es en estos casos más importante que su valor primario.
Algo similar sucede con la normativa que penaliza el aborto (también ineficaz e inefectiva en los países que la mantienen y no solo por el nivel de incumplimiento de la prohibición sino adicionalmente por los terribles problemas de salud y mortalidad que se generan en las madres que se someten a abortos no seguros). Estadísticas a nivel mundial dan cuenta de este fracaso: en los países en los que el aborto está permitido de manera amplia la tasa de abortos es del 41% mientras que en los países en los que el aborto está completamente prohibido (no se aceptan excepciones de ningún tipo) la tasa de abortos es del 39% (Fuente Guttmacher Institute (2022) con información proveniente de Bearak J et al. (2020). Como vemos la tasa de abortos en los países en los que está prohibido es altísima y más si se la compara con el índice de embarazos no deseados que es en esos países del 79%. Es posible que originariamente la prohibición del aborto haya sido concebida como un intento legislativo sincero de proteger la vida del feto (además de expresar un valor simbólico que en aquél momento pudo haber tenido) pero no como una mera cuestión simbólica, hoy en día parece que lo único que queda vigente es su valor simbólico para una parte de la sociedad.
En estos casos de leyes eminentemente simbólicas sobrevinientes hay, sin embargo, al menos idealmente, una obligación del legislador y/o de los exponentes políticos de reformar la legislación o derogarla: si se pretende legislar racionalmente, se debería reformar la legislación en pos de una mayor eficacia y efectividad, o derogarla si su “razón” se entiende actualmente injustificada (como en el caso de las recientes derogaciones legislativas de la prohibición del aborto en países como Argentina, Uruguay y en otros 50 países en los últimos 25 años).
En el video que sigue explico todo esto y algunas cosas más con mayor profundidad ¡los invito a verlo!
Carolina Fernández Blanco